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Columnas, críticas y más
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A primera vista, la situación del sindicalismo en Chile podría interpretarse como una formalidad legal sin un poder real. Si bien la Constitución garantiza derechos fundamentales como la sindicación, la negociación colectiva y la huelga, la influencia de los sindicatos en el panorama social, político y económico parece limitada. Esta paradoja, sin embargo, no es casualidad, sino el resultado de un largo y complejo proceso histórico. La atomización del movimiento, su falta de capacidad colectiva para incidir a gran escala, es el síntoma de una enfermedad estructural con profundas raíces históricas y manifestaciones contemporáneas. Este análisis argumenta que la debilidad sindical chilena es la consecuencia directa de un modelo de relaciones laborales diseñado para fragmentar el poder de los trabajadores, un modelo que, a pesar de los avances democráticos, sigue vigente en sus pilares esenciales. A través de este recorrido, se examinarán las causas de esta fragmentación, sus consecuencias en el día a día de los trabajadores y, finalmente, se propondrán caminos para la revitalización de un actor social indispensable para cualquier democracia robusta.
Para entender el sindicalismo chileno actual, es fundamental remontarse a su pasado. A inicios del siglo XX, el movimiento obrero chileno se caracterizó por una fuerte cohesión y una orientación política marcada, organizándose a través de mutuales, mancomunales y grandes confederaciones. La Federación Obrera de Chile (FOCH), con su adhesión al marxismo-leninismo, y la posterior formación de la Central Única de Trabajadores (CUT) en 1953, bajo el liderazgo de Clotario Blest, representaron la cima de esta organización unitaria. El poder de estas centrales no se limitaba a la empresa individual, sino que se proyectaba a nivel sectorial y nacional, con una capacidad de movilización que las convirtió en actores centrales de la vida política del país.
Este poder unificador fue el objetivo central de la dictadura militar que se instaló en 1973. La represión inicial no fue solo un acto de persecución política, sino el primer paso de un plan más amplio para "recrear un nuevo orden económico y político social". El desmantelamiento de las instituciones democráticas y la persecución de los dirigentes sindicales sentaron las bases para una transformación profunda del modelo de relaciones laborales.
El punto de inflexión fue la imposición del Plan Laboral de 1979, una arquitectura jurídica que, a través de los Decretos Ley 2.756, 2.757 y 2.758, redefinió por completo el marco de la organización y la negociación sindical. La medida más determinante fue la prohibición de la negociación colectiva por rama de actividad económica, restringiendo el proceso al nivel de la empresa. Esta disposición tuvo un efecto de fragmentación masiva, desmantelando la capacidad de los sindicatos para actuar como un frente unificado frente a las grandes corporaciones y el poder económico concentrado. La consecuencia fue la creación de una asimetría de poder estructural y duradera que, según los analistas, se mantiene hasta el día de hoy.
Al obligar a los sindicatos a negociar de forma aislada, el Plan Laboral no solo buscaba debilitar su poder económico, sino también despolitizar el conflicto. Cuando la lucha se limita a las condiciones salariales de una única empresa, la acción sindical pierde su dimensión transformadora y se convierte en una disputa local. Las reformas laborales posteriores al retorno a la democracia, a pesar de los esfuerzos por "fortalecer y modernizar" el sistema, no lograron modificar este pilar fundamental del modelo. El resultado es un movimiento laboral que, aunque reconocido legalmente, opera en un marco que fomenta su atomización y debilita su capacidad de acción colectiva en los ámbitos político y social.
La herencia del Plan Laboral se manifiesta con claridad en las estadísticas del sindicalismo chileno contemporáneo. Los datos, provenientes de diversas fuentes, pintan un panorama de un movimiento con baja penetración y alcance limitado.
La tasa de sindicalización, un indicador clave, muestra una membresía que, aunque ha crecido, sigue siendo baja en comparación con otros países de la región. Según la Dirección del Trabajo (DT), la tasa de sindicalización alcanza un 16.2% , mientras que la Encuesta Laboral (ENCLA) de 2023, realizada por el INE, la sitúa en 19.9% en empresas de 5 o más trabajadores, una cifra similar al 19.3% reportado por Fundación SOL en 2022. Sin embargo, la cifra más reveladora de la atomización no es la de los trabajadores afiliados, sino la del número de empresas con sindicatos: la ENCLA 2023 revela que solo un 3.9% de las empresas chilenas cuenta con una organización sindical , un dato que coincide con el 6.3% reportado por la Encuesta ENCLA en 2024. Este bajo porcentaje ilustra la enorme cantidad de trabajadores que no tienen acceso a un espacio de representación colectiva en sus lugares de trabajo.
La falta de colectivismo se profundiza al examinar el alcance de la negociación colectiva. En 2022, solo el 7.2% de los trabajadores asalariados estaba cubierto por un instrumento colectivo. La ENCLA 2023 lo confirma, señalando que solo el 3.5% de las empresas tiene acuerdos vigentes. La desigualdad es evidente en este ámbito: mientras que en las micro y pequeñas empresas la cobertura es de apenas un 1.2%, en las grandes empresas asciende a un 45.4%. Esta disparidad subraya cómo el modelo laboral chileno beneficia a los segmentos más fuertes del empresariado, dejando a la inmensa mayoría de las empresas y sus trabajadores fuera de los beneficios de la negociación colectiva.
A continuación, se presenta un consolidado de los indicadores más recientes que radiografían el estado del sindicalismo en Chile.
La conflictividad laboral también refleja la debilidad estructural del modelo. Los registros de la Dirección del Trabajo indican que, si bien el número de huelgas terminadas en 2023 aumentó un 14% a nivel nacional, la duración promedio de estos conflictos se redujo drásticamente en un 28.7%, llegando a 11.7 días. Este fenómeno, a primera vista contraintuitivo, es una manifestación directa de la fragmentación sindical. Investigaciones empíricas señalan que la existencia de múltiples sindicatos dentro de una misma empresa, un fenómeno común en el modelo chileno, fomenta una competencia interna por la afiliación. Para ganar adeptos, los sindicatos se ven incentivados a adoptar posturas más confrontacionales, lo que eleva el número de huelgas. Sin embargo, al carecer de la coordinación y el poder de un movimiento unificado, estas huelgas individuales no pueden sostenerse en el tiempo para lograr concesiones significativas, lo que explica la caída en su duración promedio. En esencia, el sistema genera una conflictividad más visible pero con menos capacidad real para ejercer presión, un conflicto que se desintegra en lugar de cohesionarse.
Aunque el Plan Laboral de 1979 estableció la arquitectura de la fragmentación, otros factores, tanto legales como culturales, continúan obstaculizando la organización colectiva. Uno de los más relevantes es el temor persistente de los trabajadores. La Dirección del Trabajo ha diagnosticado que el miedo a represalias, como la pérdida del empleo, es uno de los principales factores que desincentivan la sindicalización.
Las prácticas antisindicales de los empleadores, que van desde despidos injustificados hasta el otorgamiento de beneficios especiales a los trabajadores no sindicalizados, refuerzan este miedo y crean una "indefensión" que fomenta la "auto-precarización" y la disciplina entre los trabajadores. Este conjunto de prácticas es un obstáculo tan poderoso como cualquier ley restrictiva, ya que opera en el ámbito de la psicología y la cultura laboral, normalizando un estado de vulnerabilidad individual que desincentiva cualquier intento de organización.
A esto se suma la creciente precarización y la inestabilidad laboral, fenómenos que, aunque se remontan a la dictadura, se han agudizado con la flexibilización del mercado. Los trabajadores temporales, por ejemplo, carecen del vínculo estable necesario para formar un sindicato y temen las represalias, lo que los deja en una situación de indefensión.
La economía de plataformas es la expresión más moderna de esta precariedad. Los trabajadores de aplicaciones, a menudo llamados "socios" o "colaboradores", carecen de un salario estable, una jornada laboral definida y de mecanismos para resolver conflictos con las empresas, que pueden bloquear sus cuentas sin explicación. La exposición a accidentes, la falta de seguro y la dependencia de algoritmos opacos representan desafíos enormes para la organización colectiva en este sector. Sin embargo, la Ley 21.431, promulgada en 2022, representa un avance significativo al regular las relaciones entre trabajadores y plataformas y, más importante aún, al reconocer explícitamente el derecho de estos trabajadores a constituir sindicatos y negociar colectivamente. A pesar de ello, el desafío para el sindicalismo en la gig economy es fundamental: no es solo una lucha por beneficios, sino una batalla por el reconocimiento mismo de la relación laboral, el primer paso indispensable para el ejercicio de cualquier derecho colectivo. Esta dinámica muestra que el conflicto no ha desaparecido, sino que ha mutado para adaptarse a las nuevas formas de precariedad.
La evidencia sugiere que la solución a la atomización del sindicalismo chileno no se encuentra en ajustes menores a la legislación, sino en una transformación profunda del modelo. La propuesta más contundente en este sentido es la negociación ramal o sectorial. Investigadores como Recaredo Gálvez, de la Fundación SOL, han señalado que esta modalidad de negociación es una respuesta estructural a la fragmentación. A diferencia del modelo actual, que obliga a negociar empresa por empresa, la negociación ramal permitiría a todos los trabajadores de un mismo sector, como la minería o la educación, negociar condiciones laborales comunes, fortaleciendo su poder frente a los grandes grupos económicos.
Este cambio no es solo una táctica para fortalecer a los sindicatos, sino un mecanismo clave para una distribución más justa de la riqueza. Al negociar a nivel de sector, los trabajadores obtienen una mayor capacidad de influencia para capturar una porción más equitativa de las ganancias generadas por la actividad económica en su conjunto, en lugar de limitarse a las concesiones que una empresa individual pueda ofrecer. Este mecanismo corrige la asimetría de poder que ha caracterizado al modelo laboral chileno y que ha beneficiado históricamente a la clase capitalista.
Un contrapunto revelador es el modelo argentino, donde predomina la negociación por rama. A diferencia de Chile, Argentina presenta una tasa de sindicalización considerablemente más alta, cercana al 30% , y un sistema de relaciones laborales más coordinado. Este modelo, al fomentar la centralización de los sindicatos, reduce la conflictividad laboral innecesaria y promueve el diálogo entre las partes, lo que demuestra la viabilidad y los beneficios de un sistema de negociación más amplio.
Finalmente, el camino hacia la revitalización implica un cambio de paradigma en el rol del Estado. Históricamente, la regulación de la libertad sindical en Chile ha tenido una lógica de "control y limitación". Es imperativo que el Estado asuma una función activa de "promover y garantizar" el ejercicio de este derecho, no solo a través de la fiscalización de las prácticas antisindicales , sino mediante políticas de fomento sindical que promuevan el diálogo tripartito entre trabajadores, empleadores y gobierno.
Conclusión: Un Futuro Posible para la Democracia Laboral
El sindicalismo chileno se encuentra en una encrucijada. La atomización, lejos de ser un fenómeno natural, es el legado de un marco legal autoritario que persiste hasta el día de hoy, agudizado por la precarización y los nuevos desafíos del mercado laboral. Esta debilidad se refleja en las bajas tasas de afiliación, la limitada cobertura de la negociación colectiva y un patrón de conflictividad que, aunque frecuente, carece de la fuerza para lograr cambios estructurales. La consecuencia es un desequilibrio de poder que afecta la distribución de la riqueza y erosiona los cimientos de la justicia social.
La ruta para la revitalización es clara y exige una voluntad política decidida. El fortalecimiento del sindicalismo, a través de la implementación de la negociación ramal, es la pieza clave para desmantelar la arquitectura de la fragmentación y devolver a los trabajadores su capacidad de acción colectiva. Esto no es solo un objetivo para los sindicatos; es una necesidad imperativa para la democracia chilena. Como han señalado organismos internacionales, la libertad sindical es un derecho humano fundamental y su plena vigencia es indispensable para la promoción de la justicia social. El futuro de Chile depende, en gran medida, de si su sociedad es capaz de repensar su modelo de relaciones laborales para que el poder colectivo de los trabajadores deje de ser una sombra y se convierta en un socio central en la construcción de un desarrollo más equitativo.
Christopher Fuentes Silva
Secretario
Escribo estas palabras con un sentimiento de profundo descontento, una frustración que no solo nace del análisis, sino de la experiencia. La situación actual del sindicalismo en Chile a menudo parece anclada en el pasado. Las voces de quienes llevan años en la lucha, con todo el respeto que merece su trayectoria, a veces no dan espacio a las nuevas generaciones por miedo. Miedo a perder un lugar que, por derecho de su historia, debería estar ganado. Se atrincheran en sus victorias pasadas, en las batallas de los "viejos estandartes", y terminan librando una guerra de desgaste a puertas cerradas, donde la única métrica de éxito es quién tiene más adeptos y mayor poder de convocatoria. Pero, ¿para qué?
Siento que esta dinámica ha traído un estancamiento. En lugar de mirar hacia el futuro, se mira hacia el ombligo, en una lucha interna que no construye poder colectivo, sino que lo fragmenta aún más. La última década ha sido testigo de avances notables para los trabajadores, con la ley de 40 horas, la regulación de los trabajadores de plataformas y otros derechos. Pero, sinceramente, estos avances se sienten vacíos. Son victorias parciales que el empresariado, con su inmensa asimetría de poder, siempre encuentra la forma de recuperar o neutralizar. No son trincheras que se conquistan, sino escaramuzas que se libran y se olvidan.
A pesar de todo, tengo esperanza. Tengo la convicción de que quienes estamos escuchando el llamado a formarnos para la lucha del mañana, los que entendemos que la precariedad no es un sector de nicho, sino una condición que lo cruza todo, debemos tener nuestro lugar. Es imperativo que no solo luchemos por los derechos laborales tradicionales, sino que la lucha sindical se involucre en todas las afecciones de los trabajadores. El teletrabajo , la salud mental, la inequidad de género y la seguridad en el trabajo , son temas tan sindicales como el salario o la jornada laboral.
Es hora de forjar nuestro propio camino. De construir un sindicalismo que no solo herede un pasado de glorias y derrotas, sino que sea capaz de reinventarse para las luchas del presente y del futuro, con una mirada amplia que entienda que la batalla por el trabajo es la batalla por la vida digna en su totalidad.